SAN SALVADOR – La muerte hasta entonces no la había descubierto. Estábamos en La Cañada, cantoncito de los filos de Arcatao, en la frontera con Honduras. La guerrilla –si aquellos se le podía Descubrir la muerte en la guerranombrar así- dominaba las alturas, mientras que el pueblo era una base de la Guardia Nacional (GN) y de la Policía de Hacienda (PH).
La zona era estratégica; la cercanía con la frontera hondureña daba la posibilidad de introducir logística (armas, víveres, vestimenta y medicinas), así como para la entrada permanente de personal que venía del extranjero.
Era un cantón “normal”, hasta tienda tenía. Los guerrilleros convivían ahí con sus familiares. Era de tal manera que, incluso, cuando a algún combatiente le tocaba su posta se iba con todo y mujer.
En ese entonces de 1981 la guerra no se había generalizado. Además, después de la primera ofensiva, muchos combatientes habían abandonado la guerrilla; algunos enterraron los fusiles por si volvían.
En La Cañada conocí a “El soldadito”. Nunca le supe su verdadero nombre ni siquiera usaba seudónimo. Simplemente era “El Soldadito” y era además hondureño. Moreno, pequeño de estatura. Lo recuerdo como el único que tenía uniforme militar, casco y fusil.
En una de aquellas incursiones combinadas que se hacían; tácticas de “yunque y martillo”, al estilo de la estrategia usada por los gringos en Viet-Nam, “El Soldadito” desertó de las tropas hondureñas y se unió a la guerrilla.
Era simpático: siempre riéndose con sus dientes pelados. Los compas lo molestaban con lo de la guerra del futbol. Le decían que los salvadoreños éramos mejores jugadores que los hondureños..., pero él nunca se enojaba.
Su historia era la misma que podría contar cualquier joven campesino de aquella zona en El Salvador. La pobreza, el trabajo desde niño, el abandono de la escuela y el enrolarse en le ejército como forma de hacer carrera y lograr algún poder.
No recuerdo la fecha exacta, pero en el mes de mayo de 1981 iniciamos una serie de acciones contra los puestos de Arcatao, Nueva Trinidad y San José las Flores. Una vez reunido el grupo nuestro con el comandante Salvador Guerra (recuerdo que estaba Sebastián –El Tamba-, Chapael, Douglas –Eduardo Linares-, Chacho –el argentino- y Felipito), hablamos de la importancia de “limpiar” aquella zona de fuerzas enemigas.
“Es estratégico”, explicaba Salvador, quien agregó algo que con el tiempo nunca se cumplió, pero demuestra lo soñadores que éramos. “Tenemos que limpiar todo esta zona porque la idea es que esta sea la retaguardia estratégica. En un lugar plano hagamos una pista de aterrizaje. El gobierno provisional revolucionario podría asentarse aquí y ser reconocido por varios países del mundo”, detallaba Salvador, uno de los grandes estrategas que tuvo la guerrilla salvadoreña.
En uno de esos ataques de hostigamiento “El Soldadito” cayó mortalmente herido. No se si habría muerto en el acto, pero cuando yo regresé al campamento ya estaba muerto. Era después del mediodía.
Yo nunca había visto a un muerto de aquella guerra. Para mí fue el primerito. Estaba con su uniforme ensangrentado. Inmóvil y frío. El pelo lo tenía lleno de tierra.
Estaba tendido sobre una hamaca, que los sanitarios y grupos de apoyo habían cargado desde la periferia de Arcatao hasta La Cañada.
Cuando lo vi inmóvil y con los ojos entreabiertos, sentí tanta tristeza que se me salieron los lágrimas y seguramente hice algún gesto de rabia o de congoja... “Compañero, ¿por qué está llorando?”, me preguntó alguien.
“Bueno, era mi amigo y me da tristeza verlo ahí muerto...”, le contesté.
“Aquí no le lloramos a los muertos... ¡A los muertos se les imita en el combate!”, me gritó aquella persona que no puedo recordar si era mujer u hombre.
Lo sentí mucho. Quizás me escurrí entre todos los que estaban mirando el cadáver de “El Saldadito”. Seguramente fue sepultado en La Cañada, pero a estas alturas tu tumba ni cruz tendrá y sus despojos se habrían confundido con la tierra de aquellos filos montañosos llenos de historias, de tristezas y de alegrías.
Por suerte hoy podemos llorar libremente recordando y compartiendo los relatos de las vicisitudes de aquellos que quedaron en el camino y de quienes hoy ni el nombre sabemos.
La zona era estratégica; la cercanía con la frontera hondureña daba la posibilidad de introducir logística (armas, víveres, vestimenta y medicinas), así como para la entrada permanente de personal que venía del extranjero.
Era un cantón “normal”, hasta tienda tenía. Los guerrilleros convivían ahí con sus familiares. Era de tal manera que, incluso, cuando a algún combatiente le tocaba su posta se iba con todo y mujer.
En ese entonces de 1981 la guerra no se había generalizado. Además, después de la primera ofensiva, muchos combatientes habían abandonado la guerrilla; algunos enterraron los fusiles por si volvían.
En La Cañada conocí a “El soldadito”. Nunca le supe su verdadero nombre ni siquiera usaba seudónimo. Simplemente era “El Soldadito” y era además hondureño. Moreno, pequeño de estatura. Lo recuerdo como el único que tenía uniforme militar, casco y fusil.
En una de aquellas incursiones combinadas que se hacían; tácticas de “yunque y martillo”, al estilo de la estrategia usada por los gringos en Viet-Nam, “El Soldadito” desertó de las tropas hondureñas y se unió a la guerrilla.
Era simpático: siempre riéndose con sus dientes pelados. Los compas lo molestaban con lo de la guerra del futbol. Le decían que los salvadoreños éramos mejores jugadores que los hondureños..., pero él nunca se enojaba.
Su historia era la misma que podría contar cualquier joven campesino de aquella zona en El Salvador. La pobreza, el trabajo desde niño, el abandono de la escuela y el enrolarse en le ejército como forma de hacer carrera y lograr algún poder.
No recuerdo la fecha exacta, pero en el mes de mayo de 1981 iniciamos una serie de acciones contra los puestos de Arcatao, Nueva Trinidad y San José las Flores. Una vez reunido el grupo nuestro con el comandante Salvador Guerra (recuerdo que estaba Sebastián –El Tamba-, Chapael, Douglas –Eduardo Linares-, Chacho –el argentino- y Felipito), hablamos de la importancia de “limpiar” aquella zona de fuerzas enemigas.
“Es estratégico”, explicaba Salvador, quien agregó algo que con el tiempo nunca se cumplió, pero demuestra lo soñadores que éramos. “Tenemos que limpiar todo esta zona porque la idea es que esta sea la retaguardia estratégica. En un lugar plano hagamos una pista de aterrizaje. El gobierno provisional revolucionario podría asentarse aquí y ser reconocido por varios países del mundo”, detallaba Salvador, uno de los grandes estrategas que tuvo la guerrilla salvadoreña.
En uno de esos ataques de hostigamiento “El Soldadito” cayó mortalmente herido. No se si habría muerto en el acto, pero cuando yo regresé al campamento ya estaba muerto. Era después del mediodía.
Yo nunca había visto a un muerto de aquella guerra. Para mí fue el primerito. Estaba con su uniforme ensangrentado. Inmóvil y frío. El pelo lo tenía lleno de tierra.
Estaba tendido sobre una hamaca, que los sanitarios y grupos de apoyo habían cargado desde la periferia de Arcatao hasta La Cañada.
Cuando lo vi inmóvil y con los ojos entreabiertos, sentí tanta tristeza que se me salieron los lágrimas y seguramente hice algún gesto de rabia o de congoja... “Compañero, ¿por qué está llorando?”, me preguntó alguien.
“Bueno, era mi amigo y me da tristeza verlo ahí muerto...”, le contesté.
“Aquí no le lloramos a los muertos... ¡A los muertos se les imita en el combate!”, me gritó aquella persona que no puedo recordar si era mujer u hombre.
Lo sentí mucho. Quizás me escurrí entre todos los que estaban mirando el cadáver de “El Saldadito”. Seguramente fue sepultado en La Cañada, pero a estas alturas tu tumba ni cruz tendrá y sus despojos se habrían confundido con la tierra de aquellos filos montañosos llenos de historias, de tristezas y de alegrías.
Por suerte hoy podemos llorar libremente recordando y compartiendo los relatos de las vicisitudes de aquellos que quedaron en el camino y de quienes hoy ni el nombre sabemos.