Por Juan José Dalton (ContraPunto)
SAN SALVADOR – Después de haber sido herido gravemente fui subido al campamento de La Cañada, en Los Filos de Arcatao, por la brigada sanitaria que había sido asignada en los alrededores de la población.
Yo mismo me había dado los primeros auxilios, es decir, me había tapado la herida que tenía en el pecho con la pañoleta roja que andaba en el cuello y con un pañuelo extra. No fue una medida muy higiénica, pero eso me salvó para que el pulmón no colapsara, y al final para sobrevivir.
Los miembros de la brigada sanitaria me pusieron una venda sin quitarme el tapón que tenía. Además de haberme subido a mí, cargaron con Rufino (hermano de Tino), a quien habían pegado seis balazos y uno de ellos le rompió la columna vertebral y se supone que le destruyó la médula espinal. Rufino era un recio joven campesino de la zona. No sentía su fornido cuerpo... Murió a los cinco o seis días. También murió el hermano de Roxana, un muchacho bien jovencito; era cuñado de Mérlin, quien realmente fue el héroe de aquel combate del 17 de junio de 1981. Mérlin sacó, el solo, a los heridos y rescató el armamento. En aquel combate fue igualmente herido Gerónimo; como resultado de ello la primera unidad fundada de Fuerzas Especiales (Fes) quedó diezmada.
Bueno, el caso es que llegué al hospitalito de La Cañada hecho pedazos. Recuerdo todo porque nunca perdí el conocimiento.
Era un corre-corre de todo el mundo; habían varios heridos. Neto, el médico, iba examinando uno por uno. Casi a todos había que ponerles suero y estaba escaso. Neto era auxiliado por Elena y otras sanitarias hechas con urgencia.
Me llegó el turno. Neto se dio cuenta que mi herida era grave y no quiso destapar el hoyo, que era de varios centímetros en el pecho, al lado izquierdo, cerca de la tetilla. “De milagro está vivo este... Casi le destruye el corazón la bala”, dijo Neto.
Me comenzaron a poner sueros y antibióticos. Dolor por el momento no tenía, pero la verdad: estaba medio muerto. Me acostaron en una hamaca. En la madrugada Neto llegó a verme. Con una lámpara me alumbró la cara y revisó los párpados. “Si amanece vivo, es probable que sobreviva”, le dijo quien tenía a su lado.
Yo alcancé a oír aquella frase y el instinto me hizo no dormir hasta que amaneció.
Los primeros días de mi convalecencia fueron fatales. Creí que no iba a sobrevivir, además de ello, había gran escasez de medicamentos. Las calenturas comenzaban a vencerme: deliraba y tenía alucinaciones terribles por aquello de verme inútil.
Del hoyo comenzó a supurarme una pus amarilla-rosada, pero de manera exagerada. Cuando tosía, no soportaba el dolor. Después, en Cuba la radiografía verificó que la bala me había roto tres costillas.
Una de las alucinaciones más terribles que tuve fue que a los heridos nos metían en un gran cañón y nos disparaban para deshacerse de los desperdicios. La otra, era que amarrado en tierra, pasaba un avión tirando unos globos llenos de pus que me reventaban cerca y me salpicaba el indeseable líquido.
A mi todo aquello me daba indicaciones de la gravedad que padecía. Yo lloraba y gritaba que no me quería morir.
Además de las alucinaciones y las fiebres, me daba el “efecto de regresión”. Es algo tremendo porque la persona padece exactamente lo que sintió cuando sufrió el trauma. Es algo sicológico y me ocurría cuando me iban a curar o a inyectar, es decir, cuando estaba en tensión.
Yo era, en mi primera etapa de herido, una inutilidad. Gritaba que no me quería morir; lloraba porque quería comer chocolates, me moría por comer “oro blanco” –azúcar- ...
Un día hicimos un evaluación, una sesión de partido. Aquello siempre para mi fue tedioso, pero en fin, era yo un miembro del partido en situación de enfermo y lisiado de guerra.
Como siempre: quejas, chambres, pleitos en aquellas reuniones. Cuando comenzó la ronda de críticas y autocríticas, alguien que no recuerdo exactamente dijo: “Yo tengo una crítica para el compañero Vaquerito”. Yo me puse a la expectativa.
“El compa no ha asumido con conciencia revolucionaria su actual estado de herido y llora porque dice que no se quiere morir. Eso es una debilidad pequeñoburguesa que tenemos que combatir y el compañero tiene que asumir hasta la muerte como una tarea revolucionaria... El compa es un herido pequeñoburgués”, decía aquel compañero.
Yo tragaba en seco... “Asumir la muerte como una tarea revolucionaria” nunca lo había escuchado, menos eso de “herido pequeñoburgués”. Era una interpretación a las consignas radicales y deterministas que manejábamos entonces, como ¡Vencer o morir por la revolución! ó ¡Revolución o Muerte!... pero de eso a quererse morir, era algo muy distinto.
Yo mismo me había dado los primeros auxilios, es decir, me había tapado la herida que tenía en el pecho con la pañoleta roja que andaba en el cuello y con un pañuelo extra. No fue una medida muy higiénica, pero eso me salvó para que el pulmón no colapsara, y al final para sobrevivir.
Los miembros de la brigada sanitaria me pusieron una venda sin quitarme el tapón que tenía. Además de haberme subido a mí, cargaron con Rufino (hermano de Tino), a quien habían pegado seis balazos y uno de ellos le rompió la columna vertebral y se supone que le destruyó la médula espinal. Rufino era un recio joven campesino de la zona. No sentía su fornido cuerpo... Murió a los cinco o seis días. También murió el hermano de Roxana, un muchacho bien jovencito; era cuñado de Mérlin, quien realmente fue el héroe de aquel combate del 17 de junio de 1981. Mérlin sacó, el solo, a los heridos y rescató el armamento. En aquel combate fue igualmente herido Gerónimo; como resultado de ello la primera unidad fundada de Fuerzas Especiales (Fes) quedó diezmada.
Bueno, el caso es que llegué al hospitalito de La Cañada hecho pedazos. Recuerdo todo porque nunca perdí el conocimiento.
Era un corre-corre de todo el mundo; habían varios heridos. Neto, el médico, iba examinando uno por uno. Casi a todos había que ponerles suero y estaba escaso. Neto era auxiliado por Elena y otras sanitarias hechas con urgencia.
Me llegó el turno. Neto se dio cuenta que mi herida era grave y no quiso destapar el hoyo, que era de varios centímetros en el pecho, al lado izquierdo, cerca de la tetilla. “De milagro está vivo este... Casi le destruye el corazón la bala”, dijo Neto.
Me comenzaron a poner sueros y antibióticos. Dolor por el momento no tenía, pero la verdad: estaba medio muerto. Me acostaron en una hamaca. En la madrugada Neto llegó a verme. Con una lámpara me alumbró la cara y revisó los párpados. “Si amanece vivo, es probable que sobreviva”, le dijo quien tenía a su lado.
Yo alcancé a oír aquella frase y el instinto me hizo no dormir hasta que amaneció.
Los primeros días de mi convalecencia fueron fatales. Creí que no iba a sobrevivir, además de ello, había gran escasez de medicamentos. Las calenturas comenzaban a vencerme: deliraba y tenía alucinaciones terribles por aquello de verme inútil.
Del hoyo comenzó a supurarme una pus amarilla-rosada, pero de manera exagerada. Cuando tosía, no soportaba el dolor. Después, en Cuba la radiografía verificó que la bala me había roto tres costillas.
Una de las alucinaciones más terribles que tuve fue que a los heridos nos metían en un gran cañón y nos disparaban para deshacerse de los desperdicios. La otra, era que amarrado en tierra, pasaba un avión tirando unos globos llenos de pus que me reventaban cerca y me salpicaba el indeseable líquido.
A mi todo aquello me daba indicaciones de la gravedad que padecía. Yo lloraba y gritaba que no me quería morir.
Además de las alucinaciones y las fiebres, me daba el “efecto de regresión”. Es algo tremendo porque la persona padece exactamente lo que sintió cuando sufrió el trauma. Es algo sicológico y me ocurría cuando me iban a curar o a inyectar, es decir, cuando estaba en tensión.
Yo era, en mi primera etapa de herido, una inutilidad. Gritaba que no me quería morir; lloraba porque quería comer chocolates, me moría por comer “oro blanco” –azúcar- ...
Un día hicimos un evaluación, una sesión de partido. Aquello siempre para mi fue tedioso, pero en fin, era yo un miembro del partido en situación de enfermo y lisiado de guerra.
Como siempre: quejas, chambres, pleitos en aquellas reuniones. Cuando comenzó la ronda de críticas y autocríticas, alguien que no recuerdo exactamente dijo: “Yo tengo una crítica para el compañero Vaquerito”. Yo me puse a la expectativa.
“El compa no ha asumido con conciencia revolucionaria su actual estado de herido y llora porque dice que no se quiere morir. Eso es una debilidad pequeñoburguesa que tenemos que combatir y el compañero tiene que asumir hasta la muerte como una tarea revolucionaria... El compa es un herido pequeñoburgués”, decía aquel compañero.
Yo tragaba en seco... “Asumir la muerte como una tarea revolucionaria” nunca lo había escuchado, menos eso de “herido pequeñoburgués”. Era una interpretación a las consignas radicales y deterministas que manejábamos entonces, como ¡Vencer o morir por la revolución! ó ¡Revolución o Muerte!... pero de eso a quererse morir, era algo muy distinto.