lunes, 22 de junio de 2009

El Avioncito

Por Juan José Dalton (ContraPunto)


SAN SALVADOR – De Chalatenango, específicamente de Las Vueltas, fuimos trasladados –era 7 u 8 de octubre de 1981- en helicóptero para la base de Ilopango. Íbamos esposados con las manos hacia la espalda, lo que nos dificultaba la movilidad.

Manuel Terrero y Wilfredo Centeno, los dos barbudos; yo flaco en extremo y demacrado, con el costado derecho del pecho sangrando por las torturas que me habían hecho en mi inmensa herido, en el cuartel de la GN en Las Vueltas. Apenas podía caminar.

Otra golpiza recibimos al bajar a tierra del helicóptero. Patadas y puñetazos. Un general, muy macho él, gritaba: “!¿Quién es el chocho?¡” Con la misma nos daba con la cacha de la pistola en cualquier parte del cuerpo. A mi me tocó en la ceja derecha y me tiró al suelo.

Él creía que Terrero era “chocho”, es decir, nicaragüense. Dejó de gritar cuando le informaron que no había ningún nicaragüense, sino que se trataba de un dominicano.

De Ilopango fuimos trasladados al cuartel central de la Policía de Hacienda (PH). No llevaron vendados. En un inicio no sabíamos que ahí estábamos. A los tres nos tiraron en un cuatro en el que interrogaban. Era sucio y tenía amontonados un montón de cosas viejas: libros, diarios, utensilios de cocina... Del techo pendían unos lazos gruesas.

Ahí llegaban de tres en tres, en ocasiones hasta más agentes de la S-2 a interrogarnos. Amarrados y vendados nos golpeaban con patadas, con puñetazos; nos ponían las pistolas o los cañones de los fusiles en el pecho y nos amenazaban con disparar.

Además, nos aplicaban la picana eléctrica, que no era otra cosa que dos cables pelados conectados a la electricidad. En la cabeza y en los brazos, en las piernas. A mi en la herida me daba los “toques”.

Eran ciclos imparables porque torturaban a uno primero y a otro después. Realmente, yo ya ni dolor sentía, pero era angustiante escuchar que estaban torturando a otro.

Quizás la tortura que más me impactó fue la del “avioncito”. Llegaban y te preguntaban: “¿Cómo querés el avioncito, con piloto o sin piloto?” Si uno respondía que sin piloto, el guardia decía: “¿Y cómo creés que un avión va a volar sin piloto?”. Entonces, colgado de los lazos que pendían del techo, uno de los torturados se subía encima de nosotros y los demás guardias comenzaban a balancearlo.

El “avioncito” sin piloto consistía en que te daban vueltas y vueltas, lo cual causa un dolor extremo y mareo. O te balanceaban hasta darte en las paredes.

Crueldad sin límites. Pero, era la lucha cobarde entre esa crueldad, que los altos jefes militares iban a ver como un circo, y la lucha valiente de los prisioneros por su sobrevivencia y el soporte estoico de fidelidad hacia el compromiso histórico que habíamos adquirido cuando nos metimos a la guerrilla.

Un día me dejaron colgado del techo durante varias horas. Ya no sabía si sentía dolor o no, pero le decía a Wilfredo que mejor me matara con la misma pita con que estaba colgado. Él me miraba angustiado y me decía: “¡Soportá, ya te van a bajar!” “Soportá, que llevamos tres días aquí y es signo que no nos quieren matar...”

Wilfredo tuvo razón: sobrevivimos y podemos contar la historia. ¿Cuántos no la contarán? No sé, pero es justo hablar por ellos...