jueves, 1 de enero de 2009

La esperanza de Mariona

Por Juan José Dalton (ContraPunto)

SAN SALVADOR – A Mariona había llegado el día de mi cumpleaños: el 27 de octubre. Inauguramos en aquel 1981 el Sector II, que desde entonces se asignó para los presos políticos. Anteriormente a los “políticos” se les enviaba al Penal de Santa Tecla.


Gracias a las presiones internacionales los presos políticos comenzaron a “aparecer” y la Junta Militar-Democristiana tenía cómo “exhibir” su respeto a los derechos humanos.


Fuimos de los primeritos en llegar a la Penitenciaría Central “La Esperanza”. Antes de nosotros: el dominicano Manuel Enrique Terrero Sánchez, el médico Wilfredo Centeno Engels y yo, había muy poco “políticos”. Si mal no recuerdo, estaban unos relacionados con compra de armas; una red de la Resistencia Nacional (RN) a la que le decían “Pelotón Atonal”... Luego el bote se fue llenando más y más.

Nadie conocía mi verdadera identidad, con la excepción de Terrero Sánchez. La Policía de Hacienda ni el ejército ni sus gringos asesores supieron mi verdadera identidad, pese a las torturas sufridas. Fui a parar a Mariona como cualquier detenido.

Al poco tiempo llegó Dagoberto Sosa, dirigente del PC, que sí me conocía desde hacía mucho rato. Ahí me encontré con otro dirigente del PC, “Yuri”, con quien había estado en el malogrado Batallón “Che” Guevara, ubicado en las montañas de Nicaragua antes de la Ofensiva de Enero de 1981, y que debido a su fracaso temprano no pudimos “actuar”.

Dagoberto Sosa, un día y con gran sigilo, me llamó a su celda. Él y “Yuri” tenían una radio y escuchaban las noticias de Radio Habana, la Venceremos y la Farabundo Martí. En una de estas transmisiones escucharon que daban la noticia del inicio de una campaña internacional para reclamar a la Junta militar que respetara la vida de los dos hijos de Roque Dalton que se suponía habían sido apresados en Chalatenango.

Claro, como yo había logrado pasar inadvertido, nadie sabía que yo estuviera vivo ni preso en Mariona. Pero, entonces fue que pude darme cuenta que mi hermano Roque estaba desaparecido desde la invasión de octubre. Fue duro y triste saber; en mis adentros tenía esperanzas que se hubiera quedado perdido y desconectado; creía que había sobrevivido.

Después de terminada la guerra, al reconstruir los hechos hemos logrado establecer que Roque murió al caer en una emboscada junto a otros dos guerrilleros.


Para muchas personas la cárcel ha sido “una escuela”, para mí no tiene calificación posible. Gran parte del tiempo me lo pasé dormido; de vez en vez jugaba ajedrez con un grupo que sólo a ello se dedicaba. Y por suerte estuve poco tiempo en Mariona, por suerte, donde yo creía que no había ninguna esperanza, pese a que ese era el nombre del presidio.


Pero una noche de diciembre una esperanza verde, muy verde, llegó a posarse en el techo de la celda que daba a mi cama. Yo dormía en la litera de arriba. Uno de mis compañeros agarró un zapato y quiso lanzárselo a aquel inofensivo insecto. Yo le dije que no lo hiciera porque nos iba a dar “mala suerte”. El compañero, quizá más supersticioso que yo, desistió.

Al amanecer la esperanza amaneció muerta en mi cama. A media mañana uno de los carceleros llegó a tocar la puerta del Sector II. Gritaba mi nombre: ¡José García! ¡José García! ¡A la dirección!

Era jueves 23 de diciembre. El director del penal me entregó un sobre y me dice: “Es su carta de libertad. Puede irse inmediatamente”.


Me quedé mudo. De pronto no sabía cómo ni qué responder. Pensé rápido: “¿Para dónde me voy? Dinero tenía”, pero le dije: “Señor, mañana es 24 de diciembre y vienen familiares míos. ¿Me da permiso para quedarme este día e irme mañana con ellos?”. El director de Mariona me dijo: “Como Ud. guste”.


Al siguiente día, Navidad, llegaron mis dos abuelas a la cárcel y les dí la sorpresa. Casi se me desmayan: una católica y la otra bautista, dijeron la mismo tiempo: “Bendito seas Señor”. Me llevaban varias comidas para que celebráramos esperando la Noche Buena; ahí quedaron para mis compañeros de presidio.


Era la hora de irse y comencé a abrazar a mis amigos. “¡Chepito, libre!”, gritó alguien y todos, presos y familiares, comenzaron a aplaudir y yo a llorar...