lunes, 14 de abril de 2008

Centroamérica, sitiada entre el crimen y la represión

SAN SALVADOR - En amplias zonas de El Salvador se observan estampas muy parecidas a las que se vivieron durante la época de la guerra civil (1980-1992): unidades de soldados y policías patrullando las calles, policías en retenes de carreteras, sitios diurnos y nocturnos y registros en barrios pobres con la presencia de medios de prensa para transmitir en directo la brutal captura de “sospechosos”.

La diferencia entre lo que sucedía antes y lo que sucede ahora es que durante la guerra se perseguía al “subversivo comunista” y en la actualidad, al pandillero o marero. Para algunas autoridades de la actual política de seguridad en El Salvador, basada en la dura represión del delincuente, la diferencia es mínima. De hecho, según el presidente salvadoreño, Elías Antonio Saca, impulsor del cuestionado Plan Súper Mano Dura, “las pandillas son peores que el terrorismo”.


Por eso, en la actualidad, al igual que durante el conflicto bélico, planea el fantasma de la guerra sucia: aparecen cadáveres de jóvenes con las manos atadas en la espalda, con señales de tortura y con un disparo en la nuca. Otros son ametrallados desde vehículos o motos en marcha. El pasado sábado, dos jóvenes, Daniel Alberto Vásquez Guevara, de 25 años, y su amigo Juan Carlos Arévalo García, de 17, fueron secuestrados; fueron encontrados horas después acribillados a balazos, en la zona de San Antonio Chávez, en la oriental provincia de San Miguel.


“Se estigmatiza al joven de barrio y se dice que es pandillero; se generaliza con que todas las pandillas son crimen organizado. Al final, lo que se hace es criminalizar la pobreza”, explica Jeannette Aguilar, experta en pandillas juveniles y directora del Instituto de Opinión Pública de la jesuita Universidad Centroamericana (IUDOP). Las maras no se han quedado con los brazos cruzados: su organización es ahora más sofisticada, compartimentada y clandestina, según informes policiales.


En la década de los ochenta, cientos de miles de salvadoreños emigraron a Estados Unidos huyendo de la guerra. La mayoría se estableció en los barrios pobres de Los Ángeles. Ahí nacieron las pandillas Mara Salvatrucha y Mara 18, en un principio integrada por jóvenes rebeldes, amantes del rock y de la vida loca, ligada al consumo de drogas.


Muchos de estos mareros fueron perseguidos y deportados de Estados Unidos. Así comenzó un tránsito imparable que hizo proliferar las maras por la llamada Ruta del Migrante: Guatemala, El Salvador, Honduras, los Estados fronterizos de México y las principales ciudades estadounidenses (Los Ángeles, San Francisco, Nueva York y San Francisco, entre otras).


Los planes Mano Dura (El Salvador), Puño de Acero (Honduras) o Escoba (Guatemala) —políticas ancladas en la represión— fueron apoyadas por Washington tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 como parte de la lucha contra el terrorismo, que también incluía un endurecimiento de la política migratoria. Desde 2003, El Salvador se convirtió en una especie de centro coordinador contra el pandillerismo a través de la celebración anual de una Convención Internacional Antipandillas, que la semana pasada tuvo su cuarta edición y en la que se reunieron cerca de 350 expertos y agentes policiales de El Salvador, Estados Unidos, México, Honduras, Guatemala, Puerto Rico y Costa Rica.


“Las conclusiones de dichos cónclaves llevan a lo mismo: la represión. Ahora están haciendo énfasis en aspectos de información e inteligencia. Lo que puedo decir, de acuerdo a nuestra experiencia, es que estos planes han fracasado; la violencia y los homicidios se han incrementado. La misma policía ha reconocido que, después de cinco años, las pandillas han incrementado su número de integrantes”, aseguró Benjamín Cuéllar, experto en derechos humanos e integrante de la Coalición Centroamericana para la Prevención de la Violencia Juvenil (CCPVJ), organismo que sostiene también que las convenciones han servido para justificar el incremento de los presupuestos policiales y a Washington le vale para asegurarse el “dominio en la zona en temas de seguridad”.


La mejor receta, la prevención


Hace cuatro años que el sacerdote español Antonio Rodríguez, de 35 años de edad, dirige un plan de prevención contra la violencia en la ciudad salvadoreña de Mejicanos, donde ejerce como párroco. “En este año me capturaron a 16 jóvenes que estaban integrados a mi parroquia. Los acusan de ser mareros, pero son jóvenes expulsados de sus hogares pobres y desintegrados. Los capturaron de madrugada, rompieron las puertas de sus casas para capturarlos, los golpearon y dejaron con miedo a todas sus familias... Amplias zonas de Mejicanos, de Zacamil y de Ayutuxtepeque [alrededores de San Salvador, la capital] están sitiadas por soldados y policías armados. ¡Ahora nadie quiere ir a los planes de prevención porque tienen miedo ser capturados y enviados a la cárcel! Otros jóvenes han sido asesinados”, denuncia indignado el sacerdote.


Los jóvenes salvadoreños no tienen muchas opciones: la migración en busca de trabajo y bienestar, que afecta a un tercio de la población de casi seis millones de habitantes, ha redundado a su vez en un incremento de la desintegración de la familia. La historia de cada pandillero responde a un patrón de violencia cíclica que recorre invariablemente el camino entre la víctima y el verdugo.


Así lo explica el experto Benjamín Cuéllar: “Es cierto que [los pandilleros] se matan por rivalidades, que están en el narcomenudeo y en las extorsiones. Sin embargo, el Estado autoritario que se ha impuesto sólo pone en la mira a las pandillas y deja de lado el crimen organizado, con nexos políticos y con los grandes poderes económicos. Es decir, aquí hay que cambiar muchas cosas y visiones; de lo contrario seguiremos en un círculo vicioso”. (Publicado en EL PAÍS: www.elpais.com ).
Autor: Juan José Dalton
Fecha: 14 de abril de 2008